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Votar sin miedo

Publicado: 2011-06-04

Roberto Gargarello, editorialista del diario argentino Clarín, publicó hace buen tiempo un artículo titulado “Para darle verdad a la democracia” (14/08/06). En su nota señalaba que si bien la idea de democracia “es demasiado engorrosa como para ponerse exigentes en la materia”, ello “no debe confundirse con una actitud de indiferencia, con un todo vale en materia de producción democrática”. Para este intelectual “hay estándares mínimos que todos podemos esperar de cualquier decisión que pretenda alcanzar la dignidad de ser llamada democrática”.

Un ejemplo notable que señala Gargarello es un fallo de la Corte Constitucional colombiana que analizó la validez del “estatuto antiterrorista” propuesto por el entonces gobierno del presidente Uribe. La Corte declaró inválido el “estatuto” con un argumento que aquí sería insólito. Para la Corte, el “estatuto” fue aprobado por el Congreso mediante un procedimiento “poco transparente”.  Ello se debió a que una minoría que en un primer momento había decidido votar en contra, cambió súbitamente de opinión y terminó apoyando la propuesta presidencial.

Como afirma Gargarello, la Corte colombiana sostiene que si bien no objeta “que un congresista modifique su posición” frente a cierto tema, considera cuestionable “que el cambio de voto hubiera ocurrido sin que mediara ningún debate público del asunto”. Dicho cambio, sostuvo la Corte, “no había sido resultado de una deliberación de las Cámaras, con lo cual se había desconocido el principio de publicidad y la necesidad de que las decisiones de las Cámaras sean fruto de un debate”.

Si se aplicase este principio en nuestro país, sospecho que muchas leyes, normas y tratados, aprobados por este Congreso o por el Ejecutivo, serían declarados inválidos. Muchos políticos prometen muchas cosas que luego no solo no cumplen sino más bien convierten en su contrario. Para ellos todo es posible, incluso, como sucede frecuentemente, incumplir con la palabra empeñada.

Diera la impresión de que en el Perú “todo vale”, pero que además el poder, los funcionarios y los políticos, una vez instalados o elegidos, creen que el espacio que administran es una propiedad privada que nadie puede fiscalizar y que las decisiones importantes se toman prescindiendo de todo debate y deliberación, pero negociando por debajo de la mesa. Por ello, la calidad de nuestra democracia es, realmente, baja.

Como se puede observar, en nuestro país muchos de los que ejercen el poder en diversas instancias del Estado tienen tres alergias: huyen del debate y la deliberación públicos, son poco transparentes, y se oponen a la fiscalización. La idea de que en nuestra democracia no se rinde cuentas, que los ciudadanos concurren cada cinco años a las elecciones y que luego se deben ir a sus casas y no opinar, está bastante extendida. Los ciudadanos, para muchos políticos, no son interlocutores válidos, no vale la pena debatir y menos deliberar con ellos y si, además, son pobres o indios, peor. Por eso, también, es difícil asociar honestidad con democracia.

Las razones que explican esta situación son varias, sin embargo hay una que es paradigmática. Hace unos años el cuestionado en ese momento y próximo ex congresista Álvaro Gutiérrez, hablando sobre Carlos Tapia dijo lo siguiente: “Él (se refiere a Tapia) es hombre común y corriente. Yo soy un congresista”. Me parece que ahí radica una de las razones de por qué los ciudadanos no son consultados y la política y el Estado son una chacra donde “todo vale”. Los gobernantes (y políticos) son los nuevos “aristócratas”, alejados de los “hombres comunes y corrientes” y que administran un Estado aparentemente democrático. Sería bueno que (alguna vez) estos hombres comunes y corrientes, que son los héroes de toda democracia, como dijo Thomas Payne, decidan de una buena vez hacerse cargo de ella. Es decir, que construyan una democracia gobernada por los ciudadanos y no solo por los políticos, por los burócratas, por los grupos económicos y por los medios.

Eso es lo que se juega este domingo 5 de junio.

La República, 04 de junio del 2011


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